Sacro Imperio Romano
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       Federación de reinos, ducados y principados organizados bajo la autoridad y dominio del Emperador Otón I al recibir la investidura o poder imperial del Papa Juan XII. Esa concesión eclesial implicaba un juramento de fidelidad y obediencia a todos los súbditos, de manera que el Emperador se declaraba con autoridad también religiosa sobre sus estados y sobre sus autoridades subalternas.
    Los diversos emperadores sucesivos acrecentaron sus atribuciones hasta incluso designar los pontífices romanos, debido a la entrada de los Estado Pontificios en el vasallaje del Sacro Imperio, a pesar de la oposición romana a tener un soberano germano.
   Sólo la decisión de Nicolás II en 1059 de que los Papas fueran elegidos por los cardenales, mediante voto secreto, hizo posible escapar de las influencias directas de los emperadores de turno.
   La idea de hacer del Imperio germánico la expresión del poder civil en Europa, así como el Pontífice romano representaba el poder religioso, se mantuvo latente, desde las luchas de las investiduras del siglo XII y XIII hasta los afanes de Maximiliano I (1493-1519) y de Carlos V (1519-1556) por ostentar la hegemonía en Europa. Sin embargo el nacimiento de las nacionalidades y reinos del siglo XVI y la división religiosa de Europa, después de la Reforma luterana, dio por terminada la idea imperial. Se hizo posible en­tonces el nacimiento de la Europa de las monar­quías absolutistas, carcomidas por los afanes de hegemonía y las sangrie­ntas guerras consiguientes.
   Desde el siglo XVI Francia, España, a su modo Inglaterra, Austria, Prusia y en parte Rusia, vivieron cada uno sus pro­pios perío­dos de hegemonía con esa idea de autoridad suprema, pero sin interés ya por el título imperial. El título de emperador como tal se mantu­vo nominalmente hasta que en 1806, cuando Francisco II de Austria renunció al mismo, en momentos en los que el fugaz imperio de Napoleón Bonaparte seguía ensangrentando Europa.